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Andamana VII

El silencio acompañaba a los pasos del reo, un desgraciado muchacho de no más de catorce o quince años. Cabizbajo andaba casi arrastrando los pies descalzos mientras era empujado por los alguaciles que lo custodiaban. Sus ojos, casi sellados por las lágrimas secas, se escondían en su cara curtida y polvorienta colgada en su enjuto y sucio cuerpo desnudo. Un hermoso canario de color verde rompía el aire quieto al pasar revoloteando, casi rozando al niño-hombre, mientras le cantaba un triste secreto.
Los notables de la asamblea presenciaban casi ausentes la terrible escena. Sus frías miradas y helados cuerpos dejaban solos a los atormentados parientes del delincuente. Su joven madre moría de dolor retorciéndose y tapándose la cara. Como si estuviese ensayado, de repente los dos levantaron sus miradas para encontrarse y romper a llorar entre gritos, mientras la una y el otro eran agarrados por fayacanes y familiares. El cuerpo atado y tembloroso fue presa fácil de las rudas y fuertes manos de los fayacanes que arrastrándolo y empujándolo hasta la pared del fondo cayó desplomándose sobre la arena bruscamente. Los gritos de desesperación se transformaban en gritos de terror a medida que escuchaba la sentencia. Nuevos gritos ahora de dolor recibían los impactos precisos de las piedras que rebotaban en el cuerpo ensangrentado. Los desgarradores gritos se ahogaban hasta adormecerse. Momentos después, los lamentos también se alejaban siguiendo la estela del cuerpo inerte que era arrastrado al exterior del recinto. El triste y tierno recuerdo se mezclaba con el remordimiento de aquel padre que había visto suplicar a su hijo pidiéndole perdón por haberlo ofendido.
Tras unos minutos las frías estatuas parecían volver a respirar, unas aliviadas, otras suspirando como si le faltase el aire. El Gran Mencey luchaba por evitar que manasen pequeñas lágrimas de sus nerviosos ojos enrojecidos. Otras barbas mojadas disimulaban torpemente el interior de sus almas encogidas.
Poco a poco fue surgiendo, en aquel lugar, algunos sonidos que en forma de burbujas ascendían junto al humo que empezaba a salir de las cachimbas envolviéndolo todo. Los gentiles hombres carraspeaban antes de hablar con los más próximos en voz baja pero grave. Iban surgiendo algunas sonrisas que de vez en cuando terminaba en carcajada en las que se podían ver grandes dientes desgastados por masticar la arenilla de los molinos de piedra que se mezclaba con el gofio triturado.

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