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Mostrando entradas de febrero, 2010

Mi abuelo Antonio (IV) (último)

Los que nacimos en el tardofranquismo , y descubrimos la adolescencia en la Transición democrática, fuimos sorprendidos por un estallido de sensaciones y emociones agridulces después de años vagando en tardes tibias. Las nuevas ideas nos inundaron, sin poder abarcar tantos cambios. Las imágenes se superponían, acribillándonos a bocajarro . Como un terremoto los “buenos” se precipitaron desde los altares y ya nada sería como antes. Nos rebelamos, cada hogar se convirtió en una guerra civil, y surgieron cementerios de ideas caducas para reinventar todos nuestros recuerdos. Mi abuelo rebozaba de felicidad cuando leyó aquella carta. Casi un año más tarde reapareció mi tío Ramón, llegó en los últimos convoyes que lograron escapar de un frente que se desplomaba, la guerra se perdía, pero eso ya daba igual. Cuando llegó definitívamente , fue recibido como un héroe, también, se convirtió en un salvador. El dinero que trajo se empleó en medicinas que alargaron la vida de Isabel. Mi tío Ramón

Mi abuelo Antonio (III)

Los años siguieron pasando, el tiempo, igual que la luz cambiaba las formas. Cuando dejé de ser niño, llegó el momento de que me explicaran algunas cosas, o las mismas, pero de otra manera. Mis padres, junto a los familiares que nos visitaban, se volvían hacia nosotros, sus hijos o sobrinos, para convertirnos en cómplices de sus secretos, que contaban entre risas y “fiestas”. Fueron en esos años cuando aprendimos a admirar y querer más a aquellos familiares y conocidos, que se mantenían casi como ausentes, marginados e imposibilitados por una vida que se volvía decadencia para ellos. Descubrimos, en ellos, a verdaderos héroes y heroínas, aventureros, artistas anónimos e ingeniosos personajes. Sin embargo, otros parecían renacer o revivir esos gloriosos momentos, y por un instante perdían la sordera, para no perderse un detalle de las conversaciones , que, siempre, empezaban contándose casi en silencio, para terminar en una explosión de carcajadas. Era cuando los personajes, aún vivos,

Mi abuelo Antonio (II)

Me gustaba ese pasado empaquetado en la caja de galletas, la memoria colectiva de varias generaciones; el olor del papel amarillento, aquellos peinados y sus ropas, como posaban, sus expresiones graves, solemnes, a veces tristes, otras alegres. No era difícil distinguir la antigüedad de aquellos trozos de papeles, desde las más recientes a las más antiguas, como si me sumergiera en un pozo, recorriendo aquel pasado, cada vez más oscuro y misterioso: Aquellos chicos peludos y esmirriados, arracimados en la arena de la playa en torno al padre bigotudo y la madre “ apañuelada ”, la estampa típica de los años sesentas, donde bullía abundancia, después de tantas estrecheces, y una nueva luz vigilada se plasmaba en todas esas fotos; el banquete nupcial con sus protagonistas, algunos uniformados, con cierto aire de satisfacción, de cuyos ojos brillaban un cierto orgullo en medio de tanta sombra, la mesa sobria, con lo indispensable para rozar el nombre de banquete, posando como si fuera p

Mi abuelo Antonio (I)

Tras las telarañas, el recuerdo se hace borroso, y las imágenes se deshacen en un ambiente turbio, casi incoloro, nos agobiamos intentando recomponerlas , pero se van desprendiendo, poco a poco, pegajosas, mientras el movimiento parece derretirse, sin que podamos hacer nada para evitarlo. Sin embargo, a veces, como si de un claro del espeso bosque se tratase, vuelvo a encontrarme en el suelo de aquel salón, sacando de la caja de galleta aquellas fotografías tan antiguas, que dejan rastros de múltiples vivencias: fotos solemnes, bodas, bautizos; fotos de familia, padres, primos lejanos y tantos otros que esconden mil historias felices y desdichadas; fotos rotas por la mitad que recuerdan despedidas para siempre, fechas, firmas y letras derramadas que nos cuentan y confiesan cuando les preguntamos, como si fuera un interrogatorio. Un matasellos marca la cara de aquel hombre y leo “La Habana”; dos militares abrazados y leo “Regimiento del 52”; una familia enlutada con muchos hijos… La may

Memorias

Esa línea que se desliza sobre tu piel promete ser la señal que borre tu nombre, y cuando ya hayas caído, y tus cenizas esparcidas por el seco desierto, algún día, tu pasado renacerá al calor de las hogueras, en las noches de invierno, entre leyendas y rumores, entonces, todo el mundo te entenderá y abrirán sus brazos para cobijarte cuando surjas del recuerdo, pero ya no serás tú, solo hielo y silencios.

Haití

Lejos, el pecho se desgarra, y no queremos oír el silencio ensordecedor de la miseria cuando huele a muerte. La ciudad se vuelve cenizas, cementerio desordenado, y sus flores se manchan de sangre en el carnaval desolado tras la resaca. El luto hecho piel, empolvada, enviuda Haití, quedando huérfana para siempre, mientras sus hijos mueren bajo los escombros, como si fueran semillas de donde nacen otros muertos, y sus gritos se oyen en la noche quieta, y las manos buscan las bocas para no gritar y esconder las lágrimas en el mar donde se hunde tu rabia, donde se ahogaron tus sueños de libertad, y ahora la tristeza se extiende como un bálsamo, que adormece, en sus aguas sin espuma, donde la esperanza no crece sin tiempo para creer en ti, pero vuelves, y resurges tras una sonrisa, en la canción que cruza la mañana, con los ojos húmedos y cerrados, cuando el sol descubre entre tus brazos la palidez del hijo muerto, la despedida que se repite para alimentar las raíces profundas que te

Tras la sonrisa (III)

Siempre coqueto y elegante, brillante y ocurrente, le gustaba vestir su alto cuerpo erguido y delgado, con vistosos trajes y coloreadas corbatas. Su repeinado pelo enlacado y teñido de rubio intenso, luchaba por esconder las pérdidas sufridas en tantas batallas. La sirena del barco, con el pretexto de saludar al pasaje, trataba de despertarlos para convencerlos de que aquello no era un sueño. Una sonrisa se iba apoderando de aquellos tristes seres, a medida que entraban en las entrañas del barco de la felicidad. Eran como almas ligeras, que abandonaban sus cuerpos fatigados en el otro mundo. Incluso a Isabel, sin darse cuenta, se le deslizó una sonrisa, que de golpe le quitó diez años. Nadie diría que acababa de jubilarse, ni que su difunto marido la dejó de acompañar a todos lados el seis de enero de ese año, como si se tratara de un regalo de mal gusto. Desde entonces, su dulce hija, Yeni, intentaba consolarla y distraerla todo lo que podía, sin lograrlo. Su vida siempre había girado

La noche

Duerme la noche a ritmo de bachata con sus luces abotonando las calles, por donde pasan las despedidas, y las sirenas rasgan el aire destemplado que hace tiritar a las hojas de la arboleda. Cementerio alegre de nichos acristalados donde se esconden los cuerpos sin almas, donde descansan los sueños vencidos entre el taconeo desafinado que hiere los adoquines. La luz embriagada se desparrama entre sombras y de sus reflejos nacen siluetas que se besan, mientras otras, agigantadas, huyen hacia el muelle para sumergirse descomponiéndose en colores y romperse en trocitos que parecen flotar. La noche se abraza y se adormece, con su propio arrullo, cierra los ojos y tararea esa canción salsera que sale por sus labios quebrando la leve sonrisa que se desvanece. Y cuando ya se arrastra en franca retirada cerrando los parpados cobijándose en las pocas sombras que se van secando inundados por el amanecer muere desgarrada. Amenazante.

Anónimo

Tras el cristal, lejos de todo, observo, indiferente, sin que nada importe, la luz de un día enumerado, como si fuese una pecera, donde se repiten los movimientos con leves variaciones, huérfanos de sonido y aire, igual que un cuadro imitado mil veces, anónimo, como yo, mirándonos, sabiéndonos, sin reproches, sostenidos en esa línea que transcurre ajena a sí misma, como en la que flota el hielo, la mirada perdida, como la partida sin final, cuando el presente se resiste, parapetado, incrustado en la desmemoria, y el día se resiste, y las horas no llegan, y los pensamientos no fluyen ahogados en la pecera… espacio… solo espacio.